viernes, 26 de diciembre de 2008
Pastillas
Recuerdo una noche de navidad no sé bien de que año, sólo sé que fue uno de los más calurosos que me tocó vivir en mis 28 años. Estaba toda la familia reunida, como suele suceder o solía suceder, año a año faltaban más personas y sobraban más sillas y comida hasta hoy que solamente nos reunimos 7 miembros de la familia y mi mejor amigo, antes 8 personas eran muy pocas; en fin, retomando aquella navidad la casa estaba hermosa, luces por todos lados iluminaba la sala, el árbol lo veía inmenso tan alto como el sol y a su alrededor una montaña de regalos, un nacimiento casi casi de mi tamaño, y los villancicos que no paraban de sonar en todo el vecindario, los fuegos artificiales retumbaban el barrio y hacían ladrar a los perros q vagaban por ahí. Antes de la cena, es decir antes de las 12 de la noche, decidí recostarme y dormir una siestecita (como diría uno de los pitufos). Apenas cerré los ojos empezó un sueño que nunca jamás olvidaré, estaba yo en un bote navegando en un mar amarillo como los rayos del sol, tenía la textura del agua y estaba más bien frío sin embargo hacía calor y el sol parecía penetrar la piel, víctima de ese calor abrumador se asomó la sed que invadió mi cuerpo con la necesidad de ingerir algún líquido, pasaron unos minutos, tal vez horas y no sabía si beber ese liquido amarillo como el sol en donde mi pequeña balsa navegaba o morir de sed, hasta llegar a tierra firme, las dudas se adueñaron de mi cabeza, había escuchado de un Mar Muerto, Mar Negro pero nunca uno amarillo, me recosté a esperar la muerte o la tierra lo que venga primero, el sueño me venció. De pronto unas chispas húmedas golpeaban mi rostro, era una ballena blanca q se encontraba cerca, entonces comprobé que había vida en aquel mar, con miedo y dudoso sumergí mis manos en el agua, y sin pensarlo la bebí con desesperación y la disfruté en demasía, era muy parecida al agua potable, pero apenas acida, no como la de los mares comunes, no, ésta era muy agradable, el agua helada se calentó un poco pero seguía fría, recuerdo que era tal su brillantez que si la mirabas fijamente te podías quedar ciego. El horizonte se marcaba muy bien, y no había ese efecto visual donde el cielo y el mar se hacían uno. Mi cabeza comenzó a hacerme preguntas que no podía responder, ¿cómo veían esos animales ahí abajo, con tanta luminosidad?, ¿cómo serían todos los peces, acaso son como los del mar azul, o se parecerían más a esos monstruos marinos de los cuentos de pescadores? La noche cayó y con ella aquel mar dorado se tornaba de un color jamás visto o al menos yo nunca antes recordaba haber visto una tonalidad parecida, era un cuadro hermoso, esa perla satelital iluminaba apenas el oro, mis ojos no se cansaban de ver hacía abajo y es que ahora con tan poca luz ya no cegaba más, todo lo contrario, me hubiese gustado no ver esto solo, poco a poco me quede dormido nuevamente, y en mis sueños apareció mi perro, me lamía la cara y meneaba la cola con tal desesperación que parecía que en cualquier momento estiraba la pata, es raro pero dormí mucho tiempo y sin embargo solamente recuerdo a mi perro lamiéndome la cara. El frío congelaba hasta los huesos, tiritaba de frío sentía como que si en algún momento me movía me podía quebrar, las orejas me dolían y estaban duras como una roca, las manos inmóviles y congeladas me causaba un estado de terror, entré en pánico y todas las navidades de mi vida pasaron por mi cabeza, todas las luces, los árboles inmensos, los regalos, los villancicos, los nacimientos, los abrazos interminables con la familia, era como un collage que dicen se ve antes de morir. Desperté sudando, muy confundido, con un tremendo dolor de cabeza, no podía mover los brazos, los tenía atados a la espalda, mi cuarto no era mi cuarto, este era oscuro, sucio, con una pequeña ventana enrejada, una puerta muy gruesa con otra ventanita también enrejada, estaba vestido todo de blanco y descubrí que mis brazos no podían moverse no por el viento gélido de aquella noche en el mar dorado, era por una camisa blanca que estaba atada a mi espalda por unas sogas que salían de ella, fue entonces que entendí perfectamente que nunca hubo un sueño, que nunca hubo una navidad feliz (y si la hubo aún no tengo la desdicha de recordarla), nunca una familia, nunca un perro que me lamia desesperado la cara, no árboles, ni luces, ni nacimientos, mucho menos villancicos y fuegos artificiales, lo único que encontré fue demencia y un mar dorado que de vez en cuando me quitaba la visión para así no ver más un cuerpo gastado de vivir, para no recordar que la soledad nos vuelve locos, para no tomar las pastillas azules antes de dormir, para no tener que soñar con una navidad feliz.
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