domingo, 26 de julio de 2009

23 de Octubre (El día que la Tierra desvaneció nuestras almas)

Después de unos días mi salud había mejorado mucho, incluso ya salía a la calle y dentro de pocos días iba a poder fumar nuevamente (aunque el doctor me lo había prohibido de por vida), había subido un poquito de peso, por fin me afeité, en fin mejoré mucho y me sentía muy bien. Después de una semana de mucha tranquilidad en mi vida salí a caminar por la noche húmeda de Lima, cigarro en mano (y debo confesar con mucho miedo), lo prendí y me puse a fumar, la plazuela donde alguna vez vi una mirada de niña pícara que confundía sus lágrimas con la lluvia de invierno que congelaba hasta los huesos, aquella plazuela me transportó al pasado, aquella noche que vi a esa muchacha de quien no sabía si quiera su nombre, pero veía su alma, aquella niña con una sonrisa encantadora, esa mujer diferente, que no era necesariamente bella pero que era más guapa que ninguna, ella no estaba más en su lugar, y no me sorprendió, ya que las últimas veces que pase por ahí no la vi más, quién sabe quizás estuvo de paso por esta ciudad aunque en verdad no le sentí ningún acento extraño, en fin no existía más que en mis recuerdos, y en mis angustias, en mis temores e ilusiones, en mi cuerpo y mi mente.
A pesar de todo el tiempo y considerando que soy muy despistado para grabarme calles y eso, todavía recordaba el lugar donde te dejé aquella noche que necesitábamos compañía, que nuestras lágrimas pedían una urgente sonrisa, aquella noche que nos ayudamos a sufrir, que cantamos y caminamos, que nos abrazamos y terminamos la noche con un beso que nos alegro un poquito el corazón, y que me dejó con la angustia más grande del mundo.

Pocos días después de haber paseado por la plazuela antigua, decidí ir a ver tu lugar, aquel lugar por donde nunca más me había atrevido a pasar, en cada calle que cruzaba mi corazón latía más y más rápido, desaceleraba el paso y, para ser sincero, me dieron ganas de regresar, sin embargo seguí mi camino llegué como pude al lugar, aquella casita azul con ventanas tan grandes como la puerta misma, miré y miré, pero no me atrevía a tocar el timbre de tu puerta, prendí un cigarrillo y me paré en la acera del frente a esperar tu llegada, cigarro tras cigarro, minuto tras minuto, y nada que llegaras, los huesos congelados me recordaban que la noche estaba por llegar, pero no quería irme de ahí, temía que cuando me vaya llegues tú y me busques sabiendo que estuve esperándote. Mi caja de cigarrillos estaba casi vacía un solitario y húmedo pucho aún sobrevivía al tiempo y mis ansias, decidí matarlo incinerándolo mientras me tragaba el humo de sus restos, dos o tres pitadas y una voz familiar me apuñaló el alma: "me invitas uno", dónde haz estado?, pregunté, y ella me contó una historia que hablaba de hadas y leñadores, de la memoria y la educación, me dijo, según lo que recuerdo, que había perdido la memoria y que yo la salvé aquel día, que mi destino era encontrarla, ayudarla, salvarla, y que ella estaría agradecida toda la vida, y que desde ese momento había ganado más que una amiga, que las risas que le arranqué aquella noche valían más que la vida misma, que sus alas se volvieron a abrir aquel día, que su corazón volvió a latir y que se sentía feliz de haberme conocido...

Si todo eso pasó, por qué no te volví a ver en la vieja plazuela?
Por que sabía que ibas a venir por mí, que las ansias podían más que tú, que lo que sientes ahora, esa mezcla de curiosidad y miedo, ese amor y dolor, esa verdad y falasia, todo eso iba hacer que regreses pero no al comienzo si no al final.

Me invitó a pasar a su casa, un lugar de decoración antigua, muchas cosas de plata y madera, cálido y oscuro, tomamos un café para calentarnos un poco y me pidió que me quedara, no sé por que no acepte, y me despedí besándola con mucha pasión y ternura, tomé tus manos las besé también y soltándolas desaparecí tras la puerta.

Hasta ahora no entiendo bien por qué lo hice, han pasado algunos años y no te volví a ver más, no supe nada de ti, pasé por tu casa dos o tres veces, la plazuela era un lugar obligado en la ruta a casa, y nada. Hoy, no me arrepiento de haberme ido, pero si pudiera retroceder el tiempo lo más probable es que me hubiese quedado.


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